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Llegada

Resuena ¡Clotilde! en el andén de Mieres y contestamos todos los turoneses al unísono. Porque este es el relato de todos nuestros viajes: los que llegaron desde tantas partes de España, los que se fueron a otras tantas del mundo y los que volvemos respondiendo con nuestra sonrisa al saludo de ese tío Antonio intemporal. Recorridos de vida con sus propios desgarros, largos periplos muchas veces, febriles esperas casi siempre y ese trueque mental de luces, olores y colores en un viaje que nunca quisimos imaginar definitivo. Todos llevamos bien asida la llave de la vuelta, querida Evelia, ahora Clotilde lo sabe.

LLEGADA
(Un eco del pasado)


- ¡Clotilde! ¡Clotilde!

 

Oigo la voz de un hombre que me llama. Lo veo agitando su mano entre la gente que espera en el andén de la estación de Mieres al tren que llega de León. Viene corriendo hacia la escalerilla del vagón por la que bajo con mi maleta de rayas.

 

-¿Eres Clotilde, verdad? - Me dice con una sonrisa de afirmación mientras me ayuda con la maleta.

- Sí, ¿y tú eres mi tío Antonio? Mi madre me hablaba de ti y me enseñaba fotografías, pero nunca te había visto.Picture1.jpg

- Claro, eras aún muy pequeña cuando me fui del pueblo.

Nos abrimos paso entre los muchos viajeros que cargados con pesados equipajes buscan, como nosotros, la salida. Tenemos prisa por llegar a nuestros últimos destinos. El tren ha entrado con mucho retraso a causa de la nieve caída en el puerto de Pajares.
- Te reconocí enseguida al asomarte a la ventanilla- Exclama con satisfacción - Y no fue por el abrigo negro y el pañuelo azul en la cabeza, según me decías en tu carta. No, no fue por eso. Al ver tu cara supe, sin temor a equivocarme, que eras Clotilde, mi sobrina. Los mismos ojos, la misma sonrisa de tu madre. Ella era muy joven, como tú ahora, tendría tu misma edad cuando marché del pueblo para venir a trabajar a la mina. Y no volvimos a encontrarnos. Tu parecido es tan grande que al verte me dio un vuelco el corazón, pues eres la viva imagen que guardo de mi hermana.

 

Observo a los demás viajeros. Son como yo, leoneses, trabajadores del campo, hombres en su mayoría. Tienen el semblante enjuto y austero de los monjes agricultores forjados en la renuncia y el esfuerzo. El sol, el aire seco y el frío han curtido la piel y abren en sus rostros surcos como de campo arado.

Labradores que escucharon la llamada del carbón y salen de sus aldeas a buscar una vida mejor por las cuencas mineras asturianas. Antonio creo que ya la ha encontrado. Su aspecto ya es diferente. Viste con cierta elegancia y cuidado: pantalón con raya, chaquetón de paño azul marino, bufanda de cuadros rojos y negros y unos zapatos impecables. Aunque está a punto de cumplir cincuenta años, representa menos edad. Su piel de color blanquecino, pálido y los ojos castaños con oscuras ojeras hacen que su semblante sea algo triste. Pero sonríe y una leve alegría anima su cara en un gesto dulce y comprensivo.

Estación.jpgEs noche cerrada y la gente se dispersa por vías y caminos. Mi tío (he de acostumbrarme a llamarle así) echa al hombro mi maleta de rayas. Es ligera, nunca he viajado y no tengo demasiadas cosas. Tomamos la carretera que nos lleva directamente al pueblo minero de Turón donde él vive y trabaja. En el trayecto sólo me habla de sus recuerdos, como si para él la vida real únicamente cobrara sentido en el momento que ya forma parte de la memoria.

 

-Tu madre no tuvo mucha suerte, sufrió demasiado - Sigue contando-. Primero fueron los dos hijos, casi unos niños, desaparecidos en la guerra de África, luego tu padre, en la gripe que arrasó por aquellos páramos. Menos mal que estabas tú y la acompañaste hasta el último momento.

 

Mientras caminamos continúa hablando ensimismado en sus recuerdos, que amparados por la oscuridad de la noche y mi compañía, afluyen con nitidez a su memoria.

 

-Los trabajos por aquellas tierras eran muy duros- dice-. La siega, con el frío del amanecer metido en los huesos, caminando hasta donde teníamos sembrado el trigo, tan lejos; después, a mediodía, el sol nos abrasaba sin piedad. Y tanto sacrificio para nada. La escasa cosecha no daba para quitar el hambre. Esa hambre que arrastra a tantos labradores a la mina.

Yo le escucho en silencio mientras aprieto la llave de hierro que llevo en el bolso del abrigo. Con ella cerré por última vez y para siempre el portón de mi casa de adobes. La llave es grande, tal vez por ello y por su forma, se acomoda bien a mi mano, me da seguridad y la siento como el que lleva un arma para defensa de posibles peligros que todavía desconoce. En su contacto puedo sentir la huella protectora de la mano recia y fuerte de mi padre, la firme y decidida de mi madre o el rastro más ligero de las de mis hermanos. ¡La llave! Cada noche, al cerrar la casa, yo seguía su trayectoria hasta verla colgada del gancho en la pared de la cocina. Yo nunca atrancaba el portón, era la pequeña. Pero, finalmente, me había tocado cerrarlo a mí. He dejado para siempre la casa vacía aunque permanezca llena de recuerdos que ahora están bajo la custodia de esta llave.

La oscuridad se va haciendo más profunda a medida que avanzamos. Apenas se ve nada a nuestro alrededor. Escucho algunos silbidos de máquinas a lo lejos y el sonido del agua de un río cercano. 

En lo alto brillan unas lucecitas, creo que son estrellas, pero para ser estrellas están demasiado bajas, pienso que el cielo debeSiega.pg.jpg estar más arriba. Tampoco parecen luces del pueblo, están demasiado altas. No sé muy bien qué son esos puntos brillantes que atraen mi atención. Llevar los ojos puestos en ellos me cuesta varios tropezones -Cuidado muchacha, mira bien donde pones los pies - me advierte.

Me gusta mirar al cielo. De día para ver las nubes y encontrar en ellas formas extrañas de personas o animales que pronto desaparece. De noche me deslumbra el cielo plagado de estrellas que tocan la tierra en el horizonte. Reconozco algunas: la Osa Mayor, la Estrella Polar, Venus, el planeta más brillante y primero en ser visto al anochecer. El de: “Estrellita, estrellita, por ser la primera que veo que se cumpla mi deseo”. A veces se cumplía. Por eso siempre andábamos a la caza de la estrella que nos podía dar alguna felicidad.

Ahora esta oscuridad me resulta extraña. Allí, a estas horas, desde el páramo o en las eras, el cielo brillará en con su resplandor de luna. Por eso no puedo apartar mis ojos de estos puntos luminosos que no sé muy bien de dónde proceden.

El resto de la noche pasa en un duermevela de intermitencias luminosas sobre paredes pintadas de un azul verdoso, sonidos de trenes, ruidos de rocas desprendidas, y silbidos de máquinas. Y la voz de la mujer que me despierta. Ella vive con mi tío, supongo que es su esposa, él no me dijo nada.
- Hemos de marchar al trabajo. En la cocina tienes comida, nosotros no volveremos hasta última hora de la tarde.

Muy cerca de la galería de cristales impregnados de polvillo negro a la que me asomo, veo una montaña que se precipita sobre la casa. Se levanta como una muralla que aísla y esconde el valle minero. Detrás de esa cordillera he dejado un mundo al que presiento que no he de volver.

Y busco en este paisaje el cielo que no encuentro. La empinada ladera me lo impide. En su lugar aparecen, entre la oscura vegetación y lenguas de tierra negra, unas casitas. Son viviendas desperdigadas, pintadas de blanco agrisado y los tejados con pinceladas rojas. Aisladas, separadas unas de otras, como huyendo todo contacto. Casi no puedo creer que en Cielo Urbiés estrellado.jpgaquella altura haya gentes que las habiten. Ahora comprendo que son de aquellas viviendas de donde procedían las luces que veía en la noche. En adelante las casitas iluminadas serían mis estrellas.

No dejo de pensar en cómo podrán vivir las familias tan solas en un lugar tan alto, con la dificultad de llevar hasta allí los muebles o la comida; subir y bajar al trabajo; el camino de los niños a la escuela por senderos solitarios y miedosos. Son las casas como nidos de pájaros encaramados en las ramas. El humo de sus chimeneas dan fe del calor de hogar, de familias en torno a la cocina, con las castañas asadas sobre la chapa y las naranjas calentadas en la caldera. Hogares aislados, sí, pero cálidos y cerrados sobre sí mismos, sobre su propia felicidad.

¡Qué distinto a las casas de mi aldea! Humildes construcciones de barro y paja. Se levantan apiñadas, apretadas unas contra otras, pared con pared, juntas en un instinto de protección y de ayuda.

Han transcurrido dos años. Estoy sentada frente a los cristales empañados con el polvillo gris de la escombrera. Vivo en el descanso obligado de mis manos heridas y de mis pulmones. Trenes cargados de carbón como un incesante río negro pasan por delante de mi ventana. Vienen de la mina cercana y van camino de los lavaderos que están situados en la parte baja del pueblo. Miro esas piedras negras sin rencor, pero con tristeza y oscuros presentimientos. Las sigo con la mirada hasta que se pierden entre la niebla y el humo de las chimeneas.

Un campo abierto y de libertad empieza a ser para mí sólo un sueño que va tras los gorriones que al atardecer vuelan cerca de mi ventana. Tengo frente a mí, colgada en la pared, la llave de hierro de mi casa, icono al que rezo y en el que confío. Sé que algún día me abrirá la puerta que me permita escapar a este destino incierto en el que me encuentro.

 
© Evelia Gómez, Oviedo, Diciembre 2013